Una exposición analiza los límites entre lo útil y lo bello con ejemplos como los diseños de Tobias Rehberger, ganador en 2009 del León de Oro de la Bienal de Venecia.
Hace unas semanas, cuando un coleccionista privado de arte abría las puertas de su residencia en Madrid a unos pocos afortunados, el pasmo se puso de manifiesto ya desde la entrada. El amplio recibidor de aquel piso señorial en pleno Paseo del Prado no estaba iluminado por el chandelier de cuentas de vidrio o de cristal soplado de Murano que las películas de amor y lujo nos han enseñado a esperar en estos casos, sino por unas bombillas encerradas en un amasijo de cintas de velcro multicolor. El detalle es que no se trataba de un amasijo de cintas cualesquiera, sino de una delicada escultura del artista alemán Tobias Rehberger, ganador en 2009 del León de Oro de la Bienal de Venecia, y que lleva mucho tiempo investigando sobre cómo integrar la luz en sus obras, que solo los incautos tomarían por vulgares lámparas.
Rehberger es precisamente uno de los seis artistas de la exposición Luz, que estos días puede visitarse en la galería Heinrich Ehrhardt de Madrid. El hilo conductor que une las obras es el uso de la iluminación: todas ellas podrían definirse —más o menos— como lámparas, porque son objetos que dan luz. Pero al mismo tiempo reivindican su estatus de obras de arte.
En conjunto se plantea una interesante reflexión sobre los límites entre el arte y el diseño, que finalmente quedan trazados con total nitidez. Porque si el diseño industrial persigue una combinación de eficacia y belleza (venustas, firmitas, utilitas, hermosura, firmeza, utilidad, que demandaba Vitrubio al diseño arquitectónico hace dos milenos), los objetivos del arte, y los caminos que sigue para obtenerlos, son más difíciles de determinar.
Noticia extraída del País